"Muchos turistas piensan que Amsterdam es la ciudad del pecado, pero la verdad es que es la ciudad de la libertad. Y en la libertad, la mayoría encuetra el pecado."
John Green, The Fault In Our Stars
Lo único útil que estaba haciendo el
viento en aquel momento era remover las aguas de los canales. Porque sin duda,
en todo lo demás la estaba fastidiando. Su cabello, liso planchado por la
mañana, no era más que una maraña de nudos a esa hora de la tarde; y su falda
de flores, muy mona pero demasiado corta para esa época del año, la hacía
mantener las manos agarradas a su tela vaporosa.
Si la cosa seguía así solo tendría
dos opciones: o coger el catarro del siglo o empezar a gritar de frustración.
Siguió andando por la calle
principal sintiéndose sola y perdida en medio de un montón de gente. No era
novedad, solía ocurrirle a menudo y podría decirse que se había acostumbrado a
sentir ese vacío en el corazón.
Ningún problema, se repitió una vez más. Caminó un poco más deprisa que la gente
alrededor, solo para asegurarse de que aún era ella y que no se había derretido
y mezclado con los demás.
Y también, por supuesto, para buscar
un lugar con menos viento.
Uno de los callejones que como flechas
transitables se clavaban a la calle principal, fue finalmente el elegido para
gozar de su presencia. Y en ese momento se sintió más hormiga que nunca. Solía
sentirse de esa manera pues, al vivir en una gran ciudad, todo lo que la gente
hacía era trabajar para mantener al colectivo con vida. Pero ese sentimiento
nunca lo había notado tan presente en su piel. Y más estando alejada del
bullicio central. Decidió empezar a no darle importancia ordenando su cabello
usando sus dedos como cepillo.
Nunca había sido la señorita perfecta
– para gran desgracia de su madre - pero no le gustaba parecer un desorden con
patas.
Fijó sus ojos chocolate almendrado
en un banco. Nada especial, simplemente uno de aquellos de madera que puedes
encontrar en todas las calles. Sus piernas empezaron a flaquear y corrió hacia
el asiento. Dio gracias porque no hubiese nadie alrededor pues al dirigirse
hacia allí como alma que lleva el diablo, la falda se le había subido entera.
Ahora ya no le parecía tan buena idea como por la mañana.
Una vez sentada, la chica apoyó la
espalda en el respaldo del banco.
Y así, sin más, se dio cuenta de en
que calle estaba.
Huidenstraat.
No era precisamente una calle
tranquila normalmente pero ese día podría haberse confundido con cualquier callejón
de un barrio aleatorio en la ciudad. Por un momento, una tímida sonrisa sin
remedio se dibujó en su cara cual boceto. El destino, por una vez, estaba de su
lado. Ya había tardado demasiado.
Aquella mañana había salido de su
casa cerca de la plaza Dam como si un ejército la buscase para llevarla al
campamento militar. Nunca le había gustado su casa. Si, era bonita, la típica
casa un poco inclinada holandesa. Nada del otro mundo en realidad aunque para
todos los turistas eran hermosas para ella era simplemente un lugar donde
dormir. Con diez millones de mantas por encima por supuesto. La calefacción no
funcionaba – ventajas de vivir en una casa antigua – y lo único que la salvaba
era el echo de que sus padres tuviesen una tienda de mantas y edredones. Sino,
probablemente, ella ya estaría congelada al lado de Walt Disney.
Había salido de casa a toda prisa.
No para acudir a una cita en concreto, no. Simplemente para escapar de la
maldita rutina que le quemaba los huesos. Y contando con que la primavera
holandesa no era precisamente calurosa, eso era decir mucho.
Se había perdido entre las calles
que cruzaban los canales. Puede que hubiese pasado por todos mínimo dos veces
y, desde su punto de vista, eran pocas. Y, finalmente, sus Keds de topitos la
habían llevado a su zona favorita: las 9 straatjes.
Una serie de nueve calles con pequeñas tiendecitas y cafés.
Respiró recuperando el poco aliento
que se le había resbalado del interior al correr a sentarse y volvió a
sostenerse sobre sus pies. Esa era su calle favorita de las nueve con
diferencia. Estaba ese lugar.
Pompadour. Un café pastelería al que
acudía desde que pisó por primera vez esas calles al lado de los canales.
Un fuerte olor a chocolate y limón
le llenó las fosas nasales al abrir la puerta transparente. El interior seguía
prácticamente intacto. Tenía un estilo antiguo pero se veía nuevo. Desde su
punto de vista, era como una obra de arte. No debía ser cambiada, solo
restaurada.
Subió las pequeñas escaleritas que
proporcionaban una ligera separación de la tienda con la sala de té. Tomó
asiento en una mesa del rincón y disimuladamente observó al resto de personas
en el lugar.
En una mesa situada muy cerca de la
suya había un señor mayor que leía concetrado el periódico, frunciendo el ceño
cada tanto. Sin esfuerzo pudo notar un fuerte olor a tabaco, ese que solo
desprenden los fumadores de toda la vida. En silencio rezó para que no tuviese
cáncer de pulmón.
Justo en medio de la sala había un
grupo de amigas maduras, de unos cuarenta y pocos. Hablaban en holandés acerca
de la universidad por lo que supuso que se trataba de un reencuentro. Deseó
poder hacer lo mismo cuando llegase el momento de ponerse a recordar con
alegría tiempos pasados.
Y finalmente, en la otra esquina de
la tienda, había una chica de su edad aproximadamente. Era especial. No porque
pudiese leer su mente o escuchar la música que salía de sus auriculares
violetas. Sino por su cabello repleto de flores, por la forma en la que apoyaba
la mano en la mesa y jugueteaba con unas migas que el trapo de la camarera
había olvidado. Sonrió.
Esa chica era como ella.
La puerta se abrió lenta y
silenciosamente. Tanto que solo ella pareció oírla. Ni el abuelo, ni las ex
universitarias, ni siquiera la muchacha de cabello floreado. Solo ella, la
sombra en la esquina derecha. Un chico se asomó por ella, parecía que no quería
ser visto.
Demasiado tarde.
Los ojos grises de él se pasearon
por toda la tienda. Primero posándose sobre la chica de las migas de pan y
luego sobre ella misma. Al ver su expresión nerviosa y el pequeño ramo de
margaritas en su mano, ella entendió todo.
Con una sonrisa le dio fuerza al
chico, que había quedado mirándola como si pidiese un salvavidas.
La has encontrado, ve a por ella.
Él le devolvió el gesto, agradecido
silenciosamente por la muda ayuda de ella y subió los cuatro escaloncitos que
separaban la tienda de la salita de té. Al sentarse en la esquina derecha, los
ojos de la chica, que antes estaban distraídos con las migas del pan, se
iluminaron como fuegos artificiales al verlo.
Y ella se levantó del asiento, sin
haber pedido nada, para marcharse por donde había venido. Satisfecha de haber
ayudado en la pequeña chispita de felicidad que iba creciendo hasta convertirse
en hoguera en ese café de Huidenstraat.
Solo tuvo que caminar un poco para
llegar al canal Herengracht. Se apoyó en la barandilla, esquivando bicicletas y
dándose cuenta de que ese era su destino.
Ella era la pequeña sombra del
rincón, la que soñaba historias y ayudaba a hacerlas realidad. Desde fuera las
escribía cual escritor.
Y, como un escritor, nunca entraba
en ellas.
Being in love
And not loved back
Is like lying on grass
And feeling needles.
Being in love
And not loved back
Is like lying on grass
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